“No acabo de encajar en el trabajo porque el jefe mira bien sólo a aquéllas que sonríen a todo lo que dice. Y eso dejando aparte la cantidad de horas que nos obligan a echar”.
“Lanzan al paro a 84 de las 170 que componemos la plantilla sin mediar ninguna razón y teniendo la empresa muy buenos ingresos”.
“Estaba mandando una cantidad mensual al Perú como fruto de las veinticuatro horas de mi trabajo diario. Ha fallecido la abuela que cuidaba ( a la cual ya había cogido mucho cariño) y me he quedado sin oficio ni beneficio de nuevo”.
“Cuando creía que tenía una enfermedad sin importancia, me dicen que tengo un cáncer. Me está comiendo el cuerpo y el alma”.
“Llevo muchos años sin fe y ahora quisiera plantearme la cosa más en serio.¿Por qué tú no me ayudas?”.
Estoy convencido de que éstos son los mendigos ciegos sentados al borde del camino (Marcos 10, 46-52).
Dice el Evangelio citado que “muchos reprendían al ciego para que se callara pero que él gritaba todavía con más fuerza”.
Cristo, sin embargo, se detuvo ante él. “Llamadle”, dijo.”¿Qué quieres que haga por ti?” Le preguntó después.
¡Qué inmensa alegría la de una Iglesia y unos cristianos que se detienen (olvidándose de su propia carga) y dicen!: ¿Qué podemos hacer a favor de los acorralados injustamente, echados a la calle, emigrantes desprotegidos, enfermos sin consuelo y perdidos en sus serias dudas?
Milagros como los de Cristo puede que no podamos hacer, pero trasmitir cercanía y fe a cada una de esas personas seguro que sí lo podemos hacer. Puede que ellas recobren la confianza y les entren ganas de vivir e, incluso, puede también que se interesen por Jesucristo y hasta lo sigan.
Éste es el milagro que se pide a la Iglesia, a ti y a mí hoy: ser caricia, consuelo y fuerza de Dios para los sentados al borde del camino.
Antonio Hernández-Carrillo.