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jueves, noviembre 09, 2006

"Un vaso de agua fresca"


El versículo 42 del capítulo 10 del Evangelio de Mateo lo constituye una frase suelta y llamativa, pero que es tan corta y aislada que casi no nos paramos en ella y, sin embargo, tiene un valor extraordinario. Voy a escribirla para saber a qué me estoy refiriendo: “A quien dé un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo mío, os aseguro que no quedará sin recompensa”

No tiene desperdicio. Es puro Evangelio en la calle y para la calle. Jesucristo se está refiriendo concretamente a la recompensa que recibirá aquél que proporcione un vaso de agua a un discípulo suyo.

¿Habrá cosa más elemental, necesaria y corriente que un vaso de agua? ¿ Habrá cosa más frecuente que ofrecerlo al sediento? ¿Entonces cómo se puede decir que el Evangelio es complicado? ¿No será, más bien, que lo hemos complicado nosotros?

La enseñanza es sencillísima (más clara que el agua): dar un vaso de agua es algo sagrado que merece todos los respetos. Jesús de Nazaret eleva portentosamente el vaso de agua a la dignidad de sacramento tanto para el que lo da como para el que lo recibe. Y mucho más si recordamos en este momento: “Tuve sed y me disteis de beber” (Mateo 25,35).

Uno se pregunta ante esta cosa tan insignificante: ¿Por qué lo grande tiene casi siempre éxito y reconocimiento y lo pequeño no? Y, al mismo tiempo, uno exclama: ¡Qué bien que el agua constituya el primero de los sacramentos!

Y, para que el vaso de agua no quede sólo en algo “caritativo”, uno también grita con fuerza que la lucha por el reparto justo del agua (campos de golf y falta de agua para beber) se convierta para toda la humanidad en algo evangélico.

Que así sea.


Antonio Hernández-Carrillo