Antonio Hernández-Carrillo
Publicado en nº 125 del periódico "TU"
En torno al pan, alimento esencial y necesario, existen pequeñas historias cargadas de humanidad: no tirar ni desperdiciar nunca comida, guardar para los días siguientes lo sobrante de hoy, besar y comer el pan que cae al suelo, echar siempre un poco de más para el comensal inesperado, dar gracias a Dios antes de comer… Pero también se dan alrededor de la comida situaciones de deshumanización: tirar con toda naturalidad a la basura los platos repletos de comida en algunas casas y sobre todo celebraciones, comer sin medida continuamente, valorar los actos por la poca o mucha comida que se sirva…
El pueblo de Israel tenía en su memoria la larga tradición del maná en el desierto a la que los judíos como Jesús de Nazaret tenían una gran estima. Esa tradición consistía en que cada uno sólo debía recoger el alimento que necesitaba para ese día sin guardarse nada para el siguiente (Éxodo 16, 15-20). Sin duda, Jesús entronca con la tradición de su pueblo cuando enseña a sus discípulos la oración del Padrenuestro que dice en una de sus partes: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Las primeras comunidades lo entendieron tanto que repartían sus bienes dando a cada uno lo que necesitaba (Hechos 2,45 y 4, 35).
En nuestra súplica pedimos a Dios Padre lo que necesitamos para vivir dignamente sin ánimo alguno de acaparar. Decimos el pan nuestro, no mío porque así como el pan se produce con el trabajo de muchos así también hay que pedirlo y comerlo en comunidad y para la comunidad en donde Dios es nuestro Padre.
El pan es el trabajo, la comida, el vestido y todo lo necesario. El seguidor de Cristo procura el sustento necesario con su sudor sin ánimo de enriquecerse y pone su futuro en manos del Padre. Por eso, el pan es sagrado.
Con razón nos preguntamos: ¿Cómo es posible que esta sociedad “tan avanzada” prive del pan de cada día a tantos hijos suyos?
El pueblo de Israel tenía en su memoria la larga tradición del maná en el desierto a la que los judíos como Jesús de Nazaret tenían una gran estima. Esa tradición consistía en que cada uno sólo debía recoger el alimento que necesitaba para ese día sin guardarse nada para el siguiente (Éxodo 16, 15-20). Sin duda, Jesús entronca con la tradición de su pueblo cuando enseña a sus discípulos la oración del Padrenuestro que dice en una de sus partes: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Las primeras comunidades lo entendieron tanto que repartían sus bienes dando a cada uno lo que necesitaba (Hechos 2,45 y 4, 35).
En nuestra súplica pedimos a Dios Padre lo que necesitamos para vivir dignamente sin ánimo alguno de acaparar. Decimos el pan nuestro, no mío porque así como el pan se produce con el trabajo de muchos así también hay que pedirlo y comerlo en comunidad y para la comunidad en donde Dios es nuestro Padre.
El pan es el trabajo, la comida, el vestido y todo lo necesario. El seguidor de Cristo procura el sustento necesario con su sudor sin ánimo de enriquecerse y pone su futuro en manos del Padre. Por eso, el pan es sagrado.
Con razón nos preguntamos: ¿Cómo es posible que esta sociedad “tan avanzada” prive del pan de cada día a tantos hijos suyos?