Rolando Salas Cabrera
Llegamos puntualmente a las cinco de la tarde y tuvimos la primera sorpresa. Tocamos el timbre de la reja de entrada y apareció una joven de pulcro delantal almidonado.
–¿Son ustedes los titiriteros? Bueno, den la vuelta a la esquina y toquen el timbre de la puerta de servicio. Yo iré a abrirles.
Así lo hicimos y nos indicaron que debíamos pasar a una habitación decorada con motivos navideños y juguetes de peluche. Se veía a las claras que se trataba del cuarto de juegos de los niños.
-Enseguida vendrá la señora- dijo la empleada y agregó – por mientras pueden ir preparando su teatro.
-¡Vaya que casa!- Murmuró Patricia cuando quedamos solos - ¡Si parece un palacio!
-Estamos en Las Condes, querida. Aquí solo vive gente rica.
A nosotros no se nos habría ocurrido jamás buscar funciones en este lugar de la ciudad, pero Beltrán me encontró en el Bar y él era conocido, pues había actuado dos veces en la Tele.
-Mira, tengo cinco actuaciones y hay una que no puedo ir. Vayan ustedes, es en el barrio Alto, una mansión de ricachones. Pagan bien.
Era Navidad y sólo teníamos una función para el día 26. Así que acepté alborozado.
-¡Y nosotros con esta pinta!- susurró Patricia mientras se observaba los zapatos viejos y algo rotos.
No dije nada. La verdad es que yo, con mi larga melena, la barba rubia y las sandalias, pasaba como cualquier muchacho hippie de esa época. Pero ella francamente se veía mal. Un vestido viejo y desteñido que había heredado de su madre y esas sandalias con las correas rotas.
Comenzamos a montar nuestro pequeño retablo compuesto por unos palos y unas cortinas y en eso apareció la señora de la casa.
-Buenas tardes ¡ah, ustedes son los que hacen títeres! _ decía mientras nos escrutaba con mirada crítica - Pero ustedes no son aquellos que salen en la Tele.
-No, ellos no podían venir y nos lo dijeron a nosotros- respondí yo.
El rostro de la mujer se endureció.
–Ah! Claro, me lo imaginaba. Bueno, ya que están aquí, hagan algo, pero que sea corto.
Han pasado muchos años pero sigo recordando esa tarde con emoción. Fueron entrando los niños, en total unos seis o siete. Y entró el niño de la casa, por lo que nos habían advertido. Tendría unos seis años. Su rostro inexpresivo, el cuerpo vacilante y un extraño fulgor en su mirada expresaban que se trataba de un niño enfermo. Iba vestido de Papa Noel y el traje acentuaba aún más el patetismo de su figura.
-¿Para qué le habrán puesto ese traje?- susurró Patricia.
-Estamos en Navidad- contesté
–Intenta comunicarte con él. Vamos con la Caperucita. Voy a poner la música. Comenzamos y no hay ningún cazador.
Recuerdo que nos esmeramos en divertir a los pequeños y estos respondían entusiasmados. Todos, excepto el niño de la casa que mantenía su rostro inescrutable y su mirada perdida. Sentadito sobre el felpudo su cuerpo se bamboleaba hacia delante y hacia atrás. No respondía a los estímulos de las canciones ni de las travesuras.
La Caperucita cruzaba el bosque, se encontraba con el Lobo, charlaban y luego llegaba a casa de la Abuelita. El Lobo ya estaba allí pero merendando con la Abuelita unos churros riquísimos. Los niños esperaban a un cazador pero este no llegó y la obra terminó con un final feliz donde la Caperucita el Lobo y la Abuelita festejaban la Navidad cantando y bailando. Los pequeños gritaban y aplaudían pero el niño de la casa permanecía impasible. Ni una sonrisa, ni un gesto de alegría, nada reflejaba su mirada que parecía perdida en algún rincón oscuro de su conciencia.
Al terminar nos miramos desolados.
-¿Has visto? Ni un gesto de alegría, nada - murmuré.
Se levantaban los niños y algunos como de costumbre se acercaban a mirar los muñecos. Luego comenzaron a abandonar el cuarto y el niño de la casa seguía allí, sentadito moviendo su cuerpo. Yo desarmaba el teatrillo y Patricia doblaba cuidadosamente los muñecos y los guardaba en una bolsa de plástico. De pronto el niño se incorporó y acercándose cogió un títere. Era el Lobo. Un muñeco más bien feo y viejo que yo había fabricado con el cuello de piel de un abrigo de mi abuela. El niño acercó el títere a su cara y lo besó.
-¿Qué? ¿Te gusta?- le preguntó Patricia. El niño no respondió sino siguió acariciando el muñeco con mucha suavidad.
Me acerqué y le dije:
-Te lo regalo. Es tuyo- hubiera dado mi alma por ver a ese niño, un momento al menos, sonreír.
En ese preciso instante entró la señora.
-Bueno, los chicos han quedado contentos- decía mientras nos daba el dinero. Y de pronto se percató que el niño tenía al Lobo en sus manos.
-¿Qué estás haciendo con ese títere en tus manos?
-Se lo hemos regalado nosotros- arguyó Patricia con un temblor en la voz.
-¡Qué tontería!- respondió la mujer con voz dura. Y arrebatando el muñeco de las manos del niño lo lanzó sobre nuestra maleta.
-Como si no tuviera suficientes juguetes- agregó.
-¡Ah! Y salen por la puerta de servicio- concluyó mientras abandonaba la habitación.
Guardé el dinero y recogí el teatrillo y las cortinas. El niño no se había movido. Estaba ahí, mirando fijamente al suelo. Cogí el Lobo y se lo puse entre sus brazos.
-Schh!! Es un secreto, pero el Lobo es tuyo.
Le acaricié su cabecita rubia y Patricia que tenía los ojos humedecidos lo besó en la cara. Abandonábamos el cuarto y desde la puerta me volví a mirarlo. El niño estaba sonriendo. Con una mirada luminosa y una sonrisa en los labios apretaba al Lobo contra su pecho.