BELÉN
Francisco
Botella
PRÓLOGO
Esta
historia es de muchos siglos atrás en el tiempo y de muchos años del tiempo de
hoy, aún.
El
lugar está en Palestina. La trágica Palestina de siempre.
En
Palestina está Belén, lo sabemos bien porque todas las Navidades recreamos un
escenario con el que queremos recordar ese lugar.
Cada
vez que montamos un Belén, con míticos personajes y exóticos paisajes, hacemos
una dramatización imaginaria. Imaginaria.
La
imaginación expulsa de la realidad los hechos, los proyecta en un marco ya
inexistente.
Pero
nada ha desaparecido, ni el lugar ni el oprobio. La figurización del Belén se
hace para evocar hechos remotos. Es un despropósito porque no se evoca lo que
está presente sino lo ausente. Y Belén vive.
Por
eso os cuento la historia que recupera las vidas de personas reales, las que
siempre han habitado y habitan Belén; son las mismas personas que nosotros
reducimos a símbolos y suplantamos con figuritas de juguete para alejar esa
experiencia de nuestro mundo. Sin embargo, para tener la experiencia de Belén
no hace falta representar un escenario de juguete, basta con una foto, un
vídeo, un periódico.
I
Es
una chica muy joven. Una joven adolescente todavía. Huérfana de un digno
campesino que se negó a abandonar la casa de su huerto, el día que vino la
apisonadora a derribarla. La orden de la apisonadora era reducir todas las
casas y huertas de la zona a tierra yerma. Se iba a construir un gran muro o se
iba a construir un asentamiento israelí. Da igual; el campesino resultó aplastado.
La
chica anduvo con su madre y sus otros cuatro hermanos menores mendigando por la
ciudad. Sin techo ni beneficio, las calles constituyeron su sitio. Un sitio en
el que puedes encontrar subsistencia pero no protección.
No
transcurrió mucho tiempo cuando Meriam, la chica, quedó embarazada. En la calle
se sobrevive a fuerza del sometimiento comprado o forzado con violencia.
En
la cultura de Palestina una madre soltera es una deshonra que suscita la
desaprobación y el castigo despiadado de sus paisanos. Meriam fue rechazada
cuando no maltratada por su impureza.
II
Ahora
vamos a conocer a Yusuf.
Yusuf
ya era anciano cuando, también, sufrió la demolición de su casa. Apenas pudo
rescatar a su asno y a sus tres ovejas, cuando la máquina arrasó su huerto. Con
ser esta devastación una gran desgracia, no fue la peor que se cruzó en su
destino. Su mujer murió, tiempo atrás, dejándolo solo. Murió de pena. Una pena
que la atenazó desde el día en que le devolvieron el cuerpo de uno de sus dos
hijos muerto en la lucha, la Intifada; y, que la llevó a la extenuación, cuando
su otro hijo decidió exiliarse para siempre.
La
vejez no limó el empecinamiento que Yusuf había exhibido toda su vida. Después
de haber perdido su hogar, se rearmó de coraje y levantó con tablas de desecho,
recogidas en los múltiples derribos llevados a cabo por los distintos barrios
de Belén, una cabaña de madera muy precaria. La cabaña era más mérito del tesón
que de su destreza de carpintero. Pero consiguió levantarla en terrenos
comunales para resguardo suyo y de sus animales. Estaba en un solar baldío que
el Ayuntamiento no le iba a reclamar, por lo menos, mientras viviera. Allí se
hacinaban otros desahuciados y algunos refugiados palestinos, formando un
campamento improvisado.
Aquella
cabaña le servía de vivienda y establo al mismo tiempo.
Montado
en su cansado asno, tan cansado como él, Yusuf llevaba a pacer todos los días a
sus ovejas a los ejidos aledaños a la ciudad. No desdeñaba recoger por allí,
las plantas, semillas y bayas que fuesen útiles, y que, junto a la poca leche
que podía extraer, vendía. Esa era su forma de vida. ¡Cuánto echaba de menos su
cuidado huerto!
II
Meriam,
a pesar de la extrema penuria que padecía, seguía engordando de su embarazo.
Belén
cuenta con unos veranos secos y calurosos e inviernos muy fríos.
Acosada
por la animadversión y la brutalidad de sus vecinos, Meriam se veía conminada a
morar en los arrabales desde que su preñez era inocultable. Aterida, deambulaba
expuesta a la intemperie de los descampados que circundan esa ciudad.
Fue
por esos lares donde la halló Yusuf, transida de contracciones. Su dolorido
cuerpo sobre la hierba rala y arrecida por el inclemente invierno de aquella
tierra.
Yusuf
se desprendió de su kufiya para abrigarla y como pudo la condujo a su cabaña, a
lomos de su burro.
Esa
noche, entre la paja del suelo y la ayuda de Yusuf, nace un niño. No sabemos
quien le puso el nombre si la madre o el viejo, pero se llamó Isà.
IV
Noche
fría, cielo raso, luna en cuarto creciente y una intensa luz centelleante como
una estrella, o, tal vez, como una bengala de reconocimiento militar lanzado
por el ejército israelí.
Ya
está el cuadro completo.
Faltan
los reyes de Oriente. Están. Pueden ser los sultanes de Qatar, Arabia Saudí y
Kuwait. Y son magos; convierten un engrudo viscoso, negro y maloliente en
riquezas suntuosas y poder. Por esta razón, precisamente, están atentos a los
eventos palestinos. La zona es tablero de su dominio político-religioso. No
tardará mucho Isà en conocer los presentes de estos reyes en forma de material
bélico y apología para la inmolación personal y colectiva.
Por
fin, vigilantes a la población palestina y la deriva que toman sus retoños,
están los judíos. Si Isà tiene un día que morir lo decidirán ellos. Pero eso
será, a lo mejor, en las tres décadas siguientes.
Hoy
es 25 de diciembre en Belén y ha nacido Isà.
Lejos
de aquí conmemoran algo del pasado que, sin embargo, sucede el día de hoy.
Kufiya:
pañuelo palestino
Meriam:
María, en árabe
Yusuf:
José, en árabe
Isà:
Jesús, en árabe